jueves, 27 de junio de 2013

Un futuro sin más (IV): Paisaje de hombre con guerra al fondo



[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero, segundo y tercero]

Cuando la República invadió el país natal de Jan Palermo y de David Ros, bajo el comando de este último, el plan era tomar las antiguas zonas industriales que se suponía que eran ricas en reactivos químicos. La tremenda superioridad mecánica de la República y el agotamiento físico e intelectual del país invadido hizo que el plan inicial fuera ampliado y así en un par de meses todo aquel lugar fue sometido. Siguiendo el plan de David, el país fue arrasado, y la destrucción se centró sobre todo en la poca capacidad industrial remanente; al sumir al país en la Edad Media la República eliminaba por muchos años la posibilidad de que pudiera competir con ella por el consumo de aquellos valiosos recursos.

En su exilio en la pequeña nación montañosa, Jan recibía los ecos de aquella locura con gran preocupación. Sabía que cuando acabaran con los recursos de ese país los ojos y los colmillos de la República se volverían hacia otras naciones; quizá por eso la protesta internacional contra la República había sido muy tibia, con aquel tono de voz suave que modula el miedo.

Pero Jan tenía también otras preocupaciones a más corto plazo: estaba buscando trabajo. Sus ahorros le habían permitido vivir unos meses sin problemas, y quizá podría estar varios años sin trabajar, pero a la larga se le agotarían bastante antes que su vida terminase - "Es curioso: no hace tanto no hubiera creído que iba a vivir más que mis ahorros", pensaba.

A fuerza de insistir y tras compilar tantos méritos como pudo recuperar de las bibliotecas técnicas que en aquel país aún se respetaban había conseguido que se tomara en cuenta su dossier y se le entrevistara en la Universidad Técnica, una de las de más prestigio del mundo (aunque devaluaba un tanto ese escalafón el hecho de que en el mundo que quedaban ya pocas universidades que merecieran ese nombre). La entrevista se pareció más a una oposición, con un tribunal formado por cinco reputados investigadores. El presidente del tribunal era el profesor Wilhem Strauss, hombre ya mayor y enjuto pero de mirada feroz y talante implacable. Durante la entrevista todos los miembros del tribunal le hicieron multitud de preguntas de enunciado sencillo y respuesta compleja. Gracias a su trabajo en el CIET Jan había conseguido mantener un nivel técnico muy elevado y pudo responder tantas cuestiones como le fueron planteando, incluso algunas veces yendo más allá de los conocimientos del propio tribunal -excepto de los de Strauss, quien era una auténtica eminencia.  Al final la entrevista de evaluación se convirtió en un duelo entre Palermo y Strauss; todos los demás miembros del tribunal se dieron por satisfechos tras una hora de examen, pero el profesor Strauss aún estuvo preguntándole durante dos interminables horas más. Palermo no se dejó arredrar por Strauss, ni siquiera cuando éste le preguntó sobre la base real del funcionamiento de los tremogeneradores. Sabiendo que quizá la República tenía oídos en esa sala explicó que tenía un compromiso por escrito que no le permitía divulgar esos detalles, a lo que Strauss le preguntó directamente por qué necesitaban tanto magnesio metálico. Palermo le contestó que quizá Strauss comprendía mejor el funcionamiento de toda aquella maquinaria de lo que lo hacía la República. La mirada de Palermo a Strauss fue lo suficientemente significativa para que los dos hombres se entendieran sin necesidad de más palabras, y Strauss dió por concluida la entrevista. Le pidieron que por favor esperase en una sala anexa.

Las deliberaciones no duraron más que media hora, al cabo de las cuales el profesor Strauss fue a buscar a Jan Palermo.

- Mis colegas y yo estamos de acuerdo sobre su calidad científica, aunque no sobre su calidad personal - le dijo Strauss mientras entraba en la habitación.

Jan no dijo nada. Estaba claro qué pensaban unos y otros.

- En fin - añadió el profesor Strauss -no siempre el criterio de un viejo profesor de esta universidad técnica se tiene en cuenta, así que la junta de evaluación ha estado de acuerdo en que su nivel es tan alto que merece la pena contratarle.

Jan no pudo evitar expirar el aire de sus pulmones con cierta fuerza.

- No respire tan aliviado, profesor Palermo - le dijo Strauss; le despreciaría, pero respetaba su cualificación - aquí no podrá repetir el truquito de usar reactivos químicos en reacciones muy exoenergéticas mientras hace creer a todos que aprovecha no sé qué quimérica "energía libre".

Jan se maravilló de que en aquellos años tan oscuros aun quedase alguien lo suficientemente inteligente para, con unos pocos datos, fuese capaz de comprender la verdad.

- No es tan asombroso que me haya dado cuenta, no ponga esa cara - continúo Strauss - es todo mera estequiometría. La República importa magnesio sobre todo, y también algunos otros metales reactivos, y he visto que últimamente exportan bastante leche de magnesia como medicamento, qué noble es su República - lo dijo sin ápice de ironía, aunque evidentemente lo decía con ese sentido, y prosiguió: - Entra magnesio en sitios donde hay bastante agua y sale hidróxido de magnesio y energía. ¿Se piensa Vd. que todo el mundo es idiota?

Jan se quedó callado unos segundos, y después respondió a aquella que sin duda era la última pregunta de su evaluación.

- A principios de ese siglo algunas empresas americanas especializadas en la explotación de hidrocarburos se concertaron con firmas de intermediación financiera para promover la explotación de una fuente de energía que, prometieron, sería maravillosa y acabaría con la escasez de petróleo y gas natural a escala mundial; incluso, llegaron a decir que gracias a ella los EE.UU. volverían a exportar petróleo. Por supuesto nada de eso pasó; peor aún, la técnica de explotación fue tan agresiva que causó mucho daño ambiental tanto en superficie como en profundidad.

- El fracking - dijo el profesor Strauss, impacientándose por que le contaran una historia obvia y muy conocida.

- Efectivamente - Jan retomó rápidamente la palabra para ir ya al grano - La burbuja del fracking, desde su apogeo hasta su declive irremisible, no duró ni diez años; pero durante esos diez años hubo quien se hizo muy rico - e hizo una breve pausa para respirar - Yo no me he hecho rico con la estafa de las máquinas de Tesla, profesor Strauss. Yo diseñé los primeros prototipos, es verdad, pero porque es lo que aquellos energúmenos querían oír, y lo hice simplemente para salvar la vida. No estoy orgulloso de aquello, pero, ¿qué hubiera hecho Vd. en mi lugar? No lo sabe; no lo sabemos: Vd. ha tenido la suerte de vivir en un país que se ha mantenido civilizado, mientras que yo tuve que huir del mío para después ser extorsionado en otro. Y en cuanto les di el juguetito que querían me puse a un lado y dejé que otros - el recuerdo de David ensombrecía a un Jan fatigado del mundo - se encargaran de seguir manteniendo una falsa ilusión. Y cuando vi a dónde les llevaba su lógica depredatoria absurda huí del país con el poco de dignidad que me quedaba.

El profesor Strauss permanecía inexpresivo. No decía nada. Era imposible saber qué pensaba, aunque no parecía conmovido por el relato de Palermo.

- El caso es - prosiguió Jan - que durante estos años en la capital de la República he intentado hacer una investigación seria, para liberar a la Humanidad de esta nueva era de la oscuridad que repentinamente se nos ha echado encima. Mire, profesor Strauss: yo ya he cumplido cincuenta años y quiero volver a creer en la Ciencia, en que la Ciencia podrá ayudar al Hombre. Me gustaría morir investigando, buscando una cura para este mal de los hombres que es no saber vivir dentro de los límites de este planeta; quiero ayudar a combatir la miseria, tanto física como mental. Eso pretendo. Nada más. Y nada menos.

Por una décima de segundo el rostro impenetrable de Strauss dejó translucir una breve sonrisa, y hubo un brillo de satisfacción en sus ojos. Quizá Jan lo soñó, quizá fue real. El caso es que el profesor Strauss se volvió y de espaldas a él le dijo:

- Vaya a Administración y entregue sus papeles; comienza mañana a las 8 de la mañana - y volviendo ligeramente el rostro, para ver la expresión de Jan, añadió - como auxiliar de laboratorio.

Jan asintió. No se merecía nada mejor, y estaba agradecido que le dejasen entrar de nuevo en la Casa de la Ciencia. Por otro lado, no tenía ningún documento que acreditase su formación académica; como mucho, le podían dejar ser profesor ayudante. Ser auxiliar de laboratorio no estaba mal.

Durante los siguientes doce o trece meses, mientras la República clavaba sus afiladas garras en otras naciones (embargos comerciales un día, establecimiento de protectorados al día siguiente, y en un par de casos con invasión total), Jan se encerró en su trabajo como auxiliar de laboratorio. El trabajo que le encomendaban requería una atención minuciosa y era lento, muy lento, en ocasiones exasperantemente aburrido; pero Jan intuía la línea maestra de investigación en la cual se insertaban sus insípidas manipulaciones y por eso le gustaba el trabajo; en muchas ocasiones se maravillaba del excelente nivel técnico que había conseguido mantener esa Universidad en medio del hundimiento generalizado del conocimiento en el mundo exterior. Durante esos largos y tediosos meses los profesores y lectores con los que trabajaba le humillaban, haciéndolo ver que no valía nada o forzándole a quedarse hasta tarde limpiando y ordenando material innecesario, aunque siempre se quedaban dentro de las normas del respeto y urbanidad, a la antigua usanza se podría decir - es decir, como se hacía cuando en el mundo había leyes que velaban por el buen acuerdo y pacífica convivencia entre los seres humanos. Tales desplantes le parecían a Jan un privilegio si lo comparaba con las barbaridades que había visto durante la última década; además, se dio perfectamente cuenta de que había mucho de fingimiento en tales ademanes, que algunos de los que le injuriaban de palabra u obra le pedían perdón con los ojos, y a veces incluso en voz baja. Sin duda formaba parte del período de prueba. Al fin y al cabo si aquella Universidad le había contratado por su excelente registro como investigador no era para tenerle como auxiliar de laboratorio. Pero, a pesar de la inferior categoría para sus competencias, y a pesar de las humillaciones orquestadas por Strauss para hacerle su vida laboral más penosa, a Jan Palermo le gustaba aquel trabajo. Porque mientras durase él sería un simple subalterno, y el último en la cadena de mando, y no tendría que asumir ninguna responsabilidad. Eso le daba seguridad: la seguridad de obedecer, la seguridad de no equivocarse porque no tomaba ninguna decisión. Sabía, sin embargo, que esa comodidad de vivir ajeno a la responsabilidad no duraría para siempre, y que volverían tiempos duros de decisiones difíciles, que se intuían en la manera cada vez más atenta con la que sus colegas escuchaban sus informes técnicos sobre los experimentos en curso (Jan no podía evitar introducir discusiones más generales para contextualizar y proponer vías de mejora para las experiencias) y también por lo ominoso de la sombra que iba creciendo en las fronteras de aquel pequeño país, cada vez más rodeado por la maldad y la rapiña de una República insaciable. Así que, por extraño que pueda parecer, Jan se tomó aquel período como unas largas vacaciones, las únicas que tendría en el resto de su vida.


Estaba preparando el instrumental para el experimento del día cuando Strauss en persona apareció en el laboratorio - raramente lo pisaba - y le pidió que le acompañase a su despacho. Jan replicó que tenía que acabar de preparar el material, pero Strauss le dijo que eso ya no sería necesario, e hizo una indicación a otro auxiliar para que continuara la preparación. Jan bajó la cabeza y no dijo nada, y siguió a Strauss como un condenado a muerte sube hacia el cadalso. El profesor Wilhem Strauss no era el director de aquel departamento universitario, pero lo había sido durante mucho tiempo y su palabra era más que tenida en cuenta en las deliberaciones internas - la única excepción en años, según le comentaron a Jan, había sido precisamente su contratación. Y justamente porque Jan era la piedra en el zapato de Strauss no le pareció sorprendente que éste se reservara el placer culpable de comunicarle su despido.

Al llegar a su despacho Strauss le pidió amablemente que se sentara. A Jan nunca le había gustado la parafernalia de los despidos; en sus últimos años en la Universidad había tenido que ver cómo echaban a decenas de jóvenes talentos de manera expeditiva, talentos que en seguida emigraban a otros países más avanzados. Uno de los pocos estudiantes que pudieron retener fue precisamente David Ros. Pensar en David le puso de peor humor aún.

Strauss tampoco era hombre al que le gustase regodearse en los trámites; prefería despachar las cosas directamente, yendo a los hechos. Como si Strauss adivinase sus pensamiento le dijo directamente:

- No ponga esa cara, profesor Palermo: no le vamos a despedir, sino a reasignar a un puesto más digno de su categoría. Concretamente, como profesor titular de Universidad, con plaza fija.

Jan parpadeó unos segundos, incrédulo.

- No puede ser - dijo al fin - yo no tengo mis credenciales académicas, y son un requisito indispensable. Todos los documentos quedaron en mi país natal, y seguramente hace tiempo que fue pasto de las llamas.

- ¿Puede, por favor, abrir esa carpeta roja que tiene delante de Vd., profesor? - le dijo Strauss.

Jan, confuso, abrió la carpeta. En su interior estaba toda su vida académica, tal y como la había registrado la Universidad donde trabajó tantos años. Había incluso una copia de su expediente académico de los años de estudiante, su título de Licenciado, su título de Doctor, el resumen de su vida laboral y los diplomas acreditativos de todos los premios y méritos hasta el día aciago en que tuvo que salir corriendo con una mochila al hombro por todo equipaje.

- No... no puede ser - dijo Jan, y sin embargo todos los documentos parecían auténticos; como mínimo eran conformes con los originales. Levantó su mirada perpleja hacia Strauss, el cual sonreía satisfecho: aquel hombre era capaz de hacer lo increíble - ¿Cómo lo ha conseguido?

- Sígame. Aquí al lado hay alguien que quiere saludarle - le dijo Strauss, y continuaba sonriendo debajo de la cuidada barba; Jan no le había visto tan jovial en todos los meses que hacía que estaba allí. Y mientras caminaban a la sala de reuniones añadió: - Fue él el que me trajo personalmente sus documentos; se tomó muchas molestias para conservarlos, créame. Por mi parte, me he tomado la libertad de solicitar la homologación de todos sus títulos y méritos, profesor; he hablado personalmente con la Secretaría del Ministerio y me ha asegurado que sus documentos estarán legalizados antes de una semana.

Jan no se podía creer lo que le estaba pasando. Dudó un segundo antes de entrar en la sala de reuniones. La sala de reuniones era donde el personal científico se reunía para tomar té y - cuando había - café, en alguna breve pausa en medio del trabajo. Como auxiliar, Jan tenía vetado entrar en esa habitación si no era porque se le había convocado: una prohibición que nunca nadie le hizo explícita pero que él había comprendido rápidamente, como muchas otras. Aquella Universidad era el último reducto del saber en cientos, quizá miles, de kilómetros a la redonda, y quizá por eso se reafirmaba en ese respeto reverencial a la jerarquía intelectual, que Jan encontraba asquerosamente clasista.

Dentro de la sala le esperaba Ángel Sancho.

El profesor Ángel Sancho era un compañero del departamento de Jan Palermo en los días anteriores a la barbarie. Jan tenía una buena relación con él, aunque los últimos años antes de la fuga se veían muy poco - generalmente con un par de cervezas por el medio - debido a que Ángel había entrado en el equipo rectoral. Jan estaba sorprendido de ver a Ángel allí, pero lo que realmente le conmovió fue verlo tan desmejorado: había perdido mucho peso - Ángel, que siempre había sido un hombretón - y su ropa estaba sucia y arrugada como si hubiera dormido durante días con ella puesta. Pero lo que más le impresionó fueron sus ojos: las profundas ojeras, los ojos ligeramente borrosos, húmedos. Jan no pudo evitar ir hacia su antiguo colega y darle un profundo y sentido abrazo, mientras su amigo se fundía en lágrimas.

- Ángel - le dijo - ¿cómo has conseguido llegar hasta aquí? - y separándose de él para mirarle a los ojos - ¿por qué estás aquí?

La segunda pregunta, en realidad, no tenía demasiado sentido: obviamente Ángel había huido de la barbarie, y por su aspecto estaba claro que no había sido un viaje cómodo. Sin embargo Ángel no había huido de la misma jauría de la que tuvo que escapar Jan: mucho más hábil políticamente, Ángel había conseguido negociar con el Presidente y colaboró durante años para mantener un cierto status a cambio de informes sobre cuestiones técnicas diversas con los que el dictador manipulaba a la opinión pública.

- ¿Sabes, Jan? - le decía Ángel bajando los ojos - no estoy nada orgulloso por lo que hice aquellos años.

- Ssssstt. Lo sé, Angel - la voz de Jan era calmada, infundía tranquilidad; era la voz de un hombre que ya había hecho su propia penitencia, que había alcanzado su propio nirvana tras un largo proceso de expiación - Simplemente intentabas sobrevivir. Nadie te puede culpar por ello - y al decir esto Jan volvió la mirada a Strauss, quien observaba la escena impasible, posiblemente porque no entendía el idioma.

- Quizá tengas razón, Jan. No lo sé. Por mi culpa muchos de nuestros colegas acabaron en el exilio o en campos de concentración.

"Vaya, por fin llamamos a las cosas por su nombre. Campos de concentración", pensó Jan.

- Pero llegaron los invasores, ya sabes. Entraron como perros rabiosos, buscando su presa, buscando desgarrar la carne, y nos atacaron al cuello - añadió Ángel, tan excitado que le faltaba el aliento.

"Este Ángel, siempre tan retórico - y tan dado a la dramatización", pensaba Jan y no pudo evitar una media sonrisa que tuvo que esconder para no ofender a su pobre amigo.

- La República os aplastó con su maquinaria de guerra - añadió Jan con aplomo, por continuar en la línea teatral iniciada por su amigo y hacerse disculpar su desliz expresivo.

- ¡La República y tu querido pupilo! - la voz de Ángel era casi un alarido - ¡Mira, mira al maldito cabrón, en lo alto de esta tanqueta!

Ángel le había extendido un recorte de periódico. No era de un diario de su nación natal - donde la invasión había sido tan fulgurante que prácticamente no había habido reacción - sino de un conocido rotativo extranjero, y lo que mostraba era otra invasión, la del segundo país que sometió la República. Daba lo mismo: Ángel veía en aquella imagen lo que había sucedido en su casa, y en el fondo no era tan diferente. Leyó el pie de página; entendía lo suficiente de alemán como para comprender que David Ros había asumido las operaciones de ocupación, como seguramente lo había hecho en su país natal. El pie de foto decía "Coronel Ros", y, efectivamente, David vestía de militar. ¡Y de coronel, nada menos! Realmente la degradación de la República era total, si en un puñado de meses elevaba a tal categoría a un niñato advenedizo. La degradación, y la desesperación. Y una capacidad de manipulación por parte de David Ros de todos los inútiles que le rodeaban nada despreciable... Imaginó dónde se había ganado David los galones: en el campo de batalla. Y no se equivocaba: la codicia de David no tenía límites, y dirigía personalmente algunas de las operaciones más arriesgadas para garantizar que los materiales que le interesaban no sufrían ningún mal. Todo en pro de la República.

Jan suspiró. El miedo nos lleva a hacer locuras, él lo sabía bien. El miedo nos lleva a agredir sin provocación, reflexionó, y el miedo de David era cuatro veces más grande que el de Jan porque tenía mujer e hijos. En realidad debía ser peor, porque aunque no lo admitiera David Ros conocía tan bien el problema del peak everything como Jan Palermo, y por eso por fuerza sabía que su empresa estaba condenada a una derrota final total e inapelable.

Jan volvió de sus pensamientos y se centró en Ángel:

- Ángel, nunca podré pagarte por lo que has hecho hoy por mi. Estoy en deuda contigo.

- Oh, tranquilo, Jan; no es nada personal. Simplemente huí con todo el fichero de profesores del Departamento; no podía permitir que David se dedicase a buscarlos para esclavizarlos. Aunque, después de las visitas obligadas a los campos de concentración, el fichero no era tan voluminoso - dijo Ángel, señalando un simple archivador de cartón.

- Supongo que tu expediente también está ahí dentro.

- Por supuesto.

- Pues quizá herr profesor Strauss puede conseguirte un trabajo en este prestigiosa universidad - y dirigéndose a Strauss en alemán (idioma que Ángel desconocía) le dijo: - Creo que hemos encontrado mi sustituto perfecto en el laboratorio.


Durante los años siguientes la vida pasó tranquila para Jan y los otros desterrados que habían recalado en aquel pequeño país entre las montañas. Pero la guerra del magnesio se fue extendiendo como una mancha de aceite a su alrededor, rápidamente sometidos al yugo de la República, paradójicamente aliada de la mayoría de ellos unas pocas décadas. La  superioridad mecánica de los republicanos y, sobre todo, su energía inagotable les lleva a derrotar rápidamente país tras país, pero también a aumentar de manera aún más rápida su consumo y su necesidad de encontrar nuevos recursos. Jan seguía con congoja la evolución de los acontecimientos. Por la prensa supo que David llegó a ser el general más joven de la República, saltándose el escalafón y dejando posiblemente muchos agraviados por el camino, pero nada era bastante para su ambición. David había comprendido que la única manera de asegurar el suministro de materias primas de los países ocupados hacia sus muy rentables plantas de energía Tesla era desde el Ejército, y de ahí su interés en seguir una rápida carrera militar, apoyándose en su amistad con el Presidente de la República y sin importarte cuantos militares de carrera tuviera que pisotear en su loca carrera a ninguna parte. Pero mientras la vida de David era una frenética huida hacia adelante, pensando en el nuevo bastión a someter la misma noche que ponía la bota en su última conquista, Jan se sentía relativamente a salvo en su nuevo hogar. El pequeño país, con una larga tradición de neutralidad a lo largo de los años y las guerra, tenía tres factores a su favor. En primer lugar, no tenía nada de magnesio - la industria fue rápida y hábilmente reconvertida, no dejando materiales sin utilizar, y gracias a su producción boscosa la madera era entonces la materia prima fundamental. En segundo lugar, las altas montañas que constituían sus fronteras y el frío en ellas eran una barrera natural para los no habituados. Y en tercer lugar, la población tenía un gran espíritu de cooperación en la adversidad y todo el mundo recibía formación militar durante dos años, con lo que el país estaba siempre presto a hacer frente a cualquier emergencia.

Pero cuando más seguro y confiado se sentía Jan, cuando el ardor guerrero de la República se había visto muy reducido, agotada como estaba por el esfuerzo militar de las repetidas guerras de conquista y por los crecientes costes de controlar un vasto territorio varias veces mayor que la propia República; en suma, cuando parecía que la paz volvía a la vieja Europa la tranquilidad en la que vivía Jan demostró ser más frágil de lo que se creía. Una fría mañana le llegó una falta noticia: la República exigía la extradición inmediata e incondicional de Jan Palermo por alta traición. Habían pasado cinco años desde que había escapado de la República pero aún así el pliego de la acusación era terminante: Jan Palermo era acusado de haberse llevado consigo secretos de Estado, y más concretamente los planos de la nueva generación de tremogeneradores. 

La incredulidad inicial de Jan al serle comunicada la orden de extradición por parte del funcionario del Ministerio de Justicia dejó paso a una reflexión sombría. Se dió cuenta de que David estaba entre la espada y la pared. Obviamente el truco del magnesio ya no tenía más recorrido; David se había paseado con el ejército de la República por media Europa y estaba claro que no quedaban más que cantidades marginales de magnesio metálico repartidas por aquí y por allá. Paradójicamente, el magnesio que aún podría saquear la República era más que el que tenía cuando Jan instaló los primeros tremogeneradores de Tesla, pero con las necesidades de la nueva Gran República y, especialmente, de su ejército lo que quedaba era una miseria. La tragedia de la función exponencial, una vez más. David necesitaba, y desesperadamente, nuevos trucos; pero después de tantos años de huir hacia adelante y a un ritmo acelerado, siempre preocupado por las nuevas conquistas, por las cadenas de suministro, por las nuevas plantas... le habían dejado agotado de ideas. David necesitaba a Jan para aportar nuevas conceptos. Ya había exprimido hasta la extenuación y la muerte a los investigadores del CIET, ya no tenía nadie más a quien recurrir. David necesitaba a Jan para salvar su propio pellejo. 

Los términos de la solicitud de extradición eran tajantes, imperiosos, arrogantes; reflejaban claramente el alma de la nueva República. La República no negociaba: exigía. La República no pedía: cogía. La República le daba al pequeño país que acogía a Jan un ultimátum de dos días para que lo entregase; de otro modo, "la República tomaría las medidas necesarias para tomar la custodia del reo". Por si no quedaba claro, más abajo se decía explícitamente que la no entrega de Jan implicaría la guerra; se veía claramente que el texto había sido redactado por varios manos, de la más educada a la más embrutecida. 

Jan había llegado a amar aquel remanso de paz y civilización, y no quería verlo profanado y destruido por la República. Recordó las imágenes de su ciudad natal en llamas. No, nunca más. Así que le dijo al funcionario que quería entregarse para evitar males mayores. El funcionario, un tipo alto, rubio y con los ojos pequeños de un azul intenso sonrió debajo del discreto bigote y le dijo: "Aquí no hacemos las cosas así. Ésta es una nación civilizada, profesor Palermo". Doce años después volvía a oír casi las mismas palabras de aquel gendarme en la frontera de su país con la República, pero esta vez no había cinismo en ellas, sino honradez.

La extradición de Jan fue sometida a votación de la asamblea local aquella misma noche, dada la urgencia de la situación. Jan habló a la asamblea y explicó que conocía bien a la República y que no quería perjudicar al pequeño país. Pero después de él hablaron muchas personas, alabando el buen trabajo que había hecho por la comunidad. Incluso el propio Wilhem Strauss hizo una defensa breve y concisa pero contundente de por qué no podrían dejarse expoliar por la República, que si cedían entonces tendrían que ceder siempre. La asamblea votó por sobrecogedora unanimidad no acceder a la petición de la República. El pueblo, orgulloso, se preparó para marchar a la guerra, una guerra donde se jugaba su razón de ser.

La defensa comenzó a prepararse en las montañas, mientras las columnas del ejército invasor avanzaban hacia la frontera. 

- Definitivamente - dijo Jan para sí mismo pensando en aquella mañana doce años atrás, en la Ciudad Universitaria - debí haber abandonado a David en Madrid. 


Antonio Turiel.
Junio de 2013

lunes, 24 de junio de 2013

Un futuro sin más (III): La nueva energía



[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero y segundo]

Tras un día entero de viaje Jan Palermo y David Ros llegaron por fin a su destino. No tenían tiempo que perder: en tan sólo seis meses la primera planta de demostración de la "energía de Tesla" tenía que estar en marcha.

Jan se aplicó a la tarea desde el primer día, con un plan de trabajo en el que había pensado mientras iban en el camión. Aprovechando que David tenía formación en ingeniería le confío la dirección de las obras de perforación; en las instalaciones había suficientes soldados para accionar las perforadoras (el combustible escaseaba y el capitán le dijo que era preferible usar fuerza humana para perforar la tierra, y si era preciso traerían trabajadores forzados - David se estremeció al oír eso). Jan pidió que le trajeran alzados geológicos de la zona para estudiar qué áreas resultarían más favorables para la instalación de sus ingenios que, según Jan decía, proporcionarían grandes cantidades de energía "proveniente de las entrañas de la Tierra y de forma renovable, infinita". Los dispositivos que Jan Palermo quería construir él mismo los bautizó como "Tremogeneradores de Tesla". En cuestión de unos pocos días los trabajos de perforación pudieron empezar en las zonas que Jan designó; los pozos se perforaban hasta una profundidad máxima de 100 metros, hasta tocar la roca madre. El agua de los acuíferos era convenientemente bombeada a mano, en agotadores turnos de día y noche, lo cual implicó finalmente traer trabajadores forzados para espanto de David.

David no entendía muy bien qué estaban haciendo allí; suponía que el profesor Palermo quería desviar la atención mientras preparaba un plan de fuga. Lo cierto es que Palermo pasaba día y noche en una fragua que había improvisado en los talleres mecánicos de aquel campamento (porque al final la instalación de máxima seguridad había resultado ser eso, un campamento militar sin más), ayudado por varios herreros de la comarca. También hizo varios viajes por la capital y a algunas viejas fábricas en busca de los metales convenientes para las aleaciones "hiper-sensibles" que según él iban a permitir aprovechar los microsismos de la corteza terrestre. David seguía sin decidir si su profesor era un loco o un genio, pero los días pasaban y sus posibilidades de escapar no parecían mejorar.

Había, además, otra cosa que preocupaba a David. En el campamento había conocido una chica, Colette. Ingeniera como él, francesa de origen, llevaba mucho tiempo en el paro, vagando de aquí para allá por media Europa buscando trabajo, y había tenido la suerte de haberse incorporado al equipo que dirigía la perforación y la instalación de las carcasas de acero que iban saliendo del taller del profesor Palermo. Cuando David vio a Colette la primera vez quedó azorado por su belleza; era una joven aproximadamente de su edad (luego supo que un par de años más joven) y las primeras instrucciones que le dio fueron torpes, en parte por la vergüenza y en parte por la falta de fluidez con el idioma. La chica se enfadó con él, pero su torpeza al disculparse fue tan grande que consiguió que ella se riera. Con Colette David se sentía a gusto ya que hablaban un lenguaje común, el de la ingeniería y el de la técnica. Tampoco ella entendía qué querían hacer allí si no eran unos meros pozos, y David tampoco sabía responderle porque el profesor le había dejado completamente al margen de las piezas centrales que tenían que entrar en aquellos armazones que estaban montando. Suponía David que el profesor no quería involucrarle más de la cuenta si al final no podían escapar y se veía que el proyecto era un gran bluff. Cuando los sentimientos que Colette y él sentían el uno por el otro no pudieron ser disimulados por más tiempo, David empezó a sufrir no ya por el posible fracaso de su huida, sino por la misma posibilidad de escapar. Se encontró deseando que aquella pantomima que había ideado Jan Palermo realmente sirviera para alguna cosa con tal de poder seguir con Colette, aunque su cabeza le decía que era imposible. Cuando quedaba un mes para la entrega de los tremogeneradores David todavía no veía manera de escapar de allí: sus pasos siempre eran vigilados por al menos dos soldados próximos, incluso cuando paseaba con Colette (lo que dio un nuevo sentido a la expresión "ir de carabina). Eso sí: el trabajo avanzaba bien y ya habían instalado el primero de los aparatos diseñados por Palermo, pero nada de eso consolaba a David sabiendo como sabía que todo aquello era mero atrezzo: ni siquiera habían hecho pruebas con el primer dispositivo, ya que Palermo aseguró que todo funcionaría como la seda y que era mejor no arrancar los módulos demasiado pronto puesto que necesitaban un tiempo para "mejor sintonizar la vibración telúrica"  - todo un disparate. 

David estaba especialmente apesadumbrado por los eventos que veía ya demasiado próximos: el Ministerio había fijado la semana siguiente para la puesta en marcha. Era entonces o nunca, y vio claro que iba a ser nunca. David miraba a las estrellas por la noche cuando llegó el camión cargado de materiales, de vuelta de otro más de los viajes que hacía Jan (el comandante de aquel destacamento no estaba demasiado contento con aquel derroche de gasoil, pero desde el Gobierno le habían dejado claro que tenía que colaborar). Jan bajó de buen humor del camión, y se encontró de bruces con un nebuloso David. 

- Profesor, - le dijo David en su lengua materna y bajando la voz - no entiendo por qué está de tan buen humor. Sólo nos queda una semana.

- Justamente - dijo Jan, y su voz delataba una contenida alegría - ya he encontrado todos los materiales que me faltaban. Estos cacharros funcionarán sin problemas durante por lo menos un par de años.

Definitivamente, Jan Palermo se había vuelto loco.

- Profesor, - insistió, sin mucha convicción David - sabe perfectamente que aquí no hemos hecho nada. ¡Nada! Sólo cuatro agujeros enormes en la tierra, en la construcción de los cuales, por cierto, han muerto cuatro personas: una por agujero. Cuatro agujeros y varias chimeneas y galerías auxiliares, eso es todo. Por no haber hecho no hemos ni escapado. Y yo... y yo... y yo quiero vivir, profesor. Yo... quisiera algún día ser feliz... fundar una familia... volver a una vida más o menos normal.

- ¿Y casarte con Colette? - Jan le miraba fijamente a los ojos, aún sonriendo; en un gesto de familiaridad insólito en él, le golpeó cariñosamente ambos hombros con las palmas - No te preocupes, muchacho: te casarás con esa francesita. Por cierto que es una chica preciosa, pillín.

Si no estaba bebido es que definitivamente estaba loco, concluyó David, lo cual le sumió en más negras reflexiones. Pero Palermo adivinó sus pensamientos y le dijo:

- Tranquilo, David, tranquilo. Sé lo que piensas, pero no soy estúpido. Los tremogeneradores funcionarán, pero no con el mecanismo imbécil que le he explicado a todo el mundo y que tú sabes que es imposible. Con el truco que he ideado podremos vivir sin que nos molesten el resto de nuestras vidas, aunque ciertamente esto no solucionará el grave problema energético de la República de manera duradera. Pero, chico, nosotros lo que queremos ahora es vivir, ¿verdad?

David le miraba fijo, las pupilas dilatadas por la oscuridad le daban un aire aún más indefenso, y asentía levemente con la cabeza.

- Pues ya está, muchacho. No te preocupes, que vivirás para hacer feliz a esa muchacha. Tú haz bien tu trabajo y déjame a mi hacer bien el mío. Y ahora a dormir, que mañana nos espera una dura jornada de trabajo - y Jan estiró los brazos a ambos lados.

Mientras observaba a David irse a su tienda, acompañado como siempre por sus dos guardianes, Jan pensó que más le habría valido abandonarle en la capital de su país natal. Ahora no tendría que sufrir esta angustia vital, esa incertidumbre por el desenlace de lo que pasaría la semana siguiente.

Y la semana tardó en pasar exactamente siete días, siete días casi sin descanso en los que en el taller de Jan Palermo se trabajó día y noche fabricando y probando los dispositivos. Al anochecer de la víspera de la recepción oficial el último de los cuatro tremogeneradores estaba ya en su sitio. Paralelamente, y sin mucha convicción, el comandante, instruido por Palermo, había preparado focos y alternadores que se conectarían a los tremogeneradores para iluminar la noche de gala en la que celebrarían la nueva era de la energía.

La mañana se levantó tibia y soleada. Jan estaba radiante y sonriente, David mantenía el tipo aunque a ratos dudaba y apretaba con fuerza la mano de Colette, quien le dedicaba la mayor de sus sonrisas, un poco forzada; sin duda, la formación técnica de Colette le hacía ver que allí había algo que no iba bien. La comitiva oficial la encabezaba el Ministro de Economía e Industria, seguido de cerca por la imponente figura del Fiscal General, que iba flanqueando al Ministro de Justicia. Ni el Presidente de la República ni el Primer Ministro habían querido recepcionar la obra por temor a que fuera un nuevo fiasco de un científico.

Jan estaba locuaz y ejerció de maestro de ceremonias. Hizo un discurso técnico plagado de términos inventados y de conceptos imposibles, sobre la genialidad de Nikola Tesla intuyendo la capacidad humana de aprovechar los microsismos y la necesidad de contar con aleaciones hiper-sensibles que Tesla no había podido fabricar pero que ahora eran accesibles. Aseguró que la instalación de esos cuatro tremogeneradores proporcionaría inicialmente no menos de 100 kilovatios de potencia sostenida salvo por paradas de mantenimiento esporádicas, y que con el tiempo esa misma instalación podría llegar al medio Gigavatio. Delante de la impaciencia de la comitiva oficial, el profesor Palermo ofreció al Ministro de Economía que accionara la palanca que pondría en marcha el dispositivo. El Ministro bajó la palanca y no pasó nada. Absolutamente nada. Al cabo de un par de minutos los asistentes se miraban nerviosos y David bajaba la cabeza pensando que efectivamente había confiado en un loco al que había creído cegado por intentar conservar a Colette. Jan Palermo permanecía tranquilo y confiado en el mismo sitio, diciendo que había que dejar unos minutos para que los tremogeneradores acumulasen suficiente vibración telúrica como para que arrancasen. El Comandante se disponía decir algo que seguramente no era agradable cuando alguien dijo: "¡Mirad!". Una nube de vapor, inicialmente muy tenue pero que en seguida se volvió vigorosa, salía por la chimenea central. Prácticamente al tiempo los ejes de los tremogeneradores comenzaron a girar, cada vez más rápido, y en unos minutos las luces y maquinaria eléctrica de toda la base, apagadas desde hacía años, comenzaron a funcionar. Algunos soldados se asustaron al ver de repente las luces de sus barracones encenderse, pues habían perdido la memoria de lo que era la luz eléctrica. Jan estaba exultante, David eufórico, y hasta los Ministros y el Fiscal General se felicitaban mutuamente y felicitaban a Jan y a un David que no cabía en sí de tanta felicidad.

El resto del día se lo pasaron revisando los aspectos técnicos de la instalación: potencia y estabilidad de la salida, tiempos de arrancada y de detención, características de los metales usados en la aleación - una astuta mezcla de acero al carbono, cobre, aluminio y magnesio, especialmente preparada en el taller adaptado por Jan, que mostró con todo lujo de detalles... Todo tenía un aspecto técnico impecable, y los dispositivos funcionaban de maravilla, con una potencia estable de 100 Kw regulable entre 50 y 150 Kw. Los cuatro tremogeneradores ocupaban un área modesta, de unos centenares de metros cuadrados, y Jan explicó que cuando pasasen a las plantas de gran escala en una hectárea se podría  generar suficiente energía como para alimentar toda la industria y los usos domésticos de la capital; la clave era buscar las localizaciones más favorables y usar los materiales más idóneos, según explicó. David iba siguiendo las explicaciones del profesor con la comitiva, y aunque sabía que lo que decía no tenía demasiado sentido quería creer en él. Palermo había conseguido que los tremogeneradores funcionasen en contra de toda lógica; quizá sí que era un genio después de todo, quizá sí que conseguiría crear esa fuente de energía mágica que todos necesitaban, también él para poder tener una vida con Colette. Se acordó, sin embargo, de su conversación de la semana pasada: aquí había truco, le había dicho el profesor, pero un truco que les permitiría vivir el resto de sus vidas. A David eso le bastaba y le sobraba.

La cena fue modesta dado el emplazamiento y la poca fe del Comandante en el éxito de la demostración; la luz que provenía de los cuatro generadores se mantenía estable, limpia, intensa. Los representantes del Gobierno brindaron felices por el éxito de la empresa y Jan recibió la mayoría de los brindis en su honor.

Aquella noche, Jan y David se quedaron un buen rato despiertos, por fin solos - salvo por sus escoltas - mirando a las estrellas, en una oscuridad perfecta sólo rota por la claridad de los focos alimentados por los tremogeneradores. Estaban tumbados sobre la hierba, en una noche templada que invitaba a disfrutar de ella.

- Profesor - dijo al fin David - por más que pienso en ello no lo entiendo. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo lo ha conseguido? Es simplemente sorprendente.

- It's a kind of magic - dijo Jan Palermo con una sonrisa picarona, guiñando un ojo, entonando una canción pop antigua.

David seguía perplejo. Jan Palermo se sentó, las manos cruzadas sobre las rodillas, y miró a su joven ayudante.

- No es magia, tranquilo. Es MAGIC; bueno, no exactamente igual que aquel dispositivo que inventaron los japoneses a principios de este siglo, pero algo parecido - se sacó un esquema del bolsillo de su chaqueta y continuó su explicación - Es un dispositivo que combina el agua que viene de los acuíferos con magnesio que está contenido en los tubos de rotación, los cuales son huecos. Los tubos tienen forma de tornillo, y por unos agujeros conveniente colocados, que se abren con sólo girar una palanca en su parte superior, se va liberando magnesio en polvo. En realidad el magnesio está en bloques compactos y se va pulverizando por la acción de la rotación de los tremogeneradores: internamente tienen unas cuchillas como los ralladores de queso. El magnesio reacciona con el agua, se genera hidrógeno que en seguida se quema y el vapor hace girar los tremogeneradores. El hidróxido de magnesio resultante se recupera por estas catas a diversas profundidades y el vapor de agua sale por la chimenea, donde una gran parte se condensa para volver al acuífero. La verdad es que estoy bastante orgulloso del diseño; funciona muy bien.

- ¿Y por qué en su día no se explotó a escala masiva un sistema tan ventajoso? El magnesio es un metal muy abundante en la corteza terrestre, si recuerdo bien - quizá era el vino de la cena, pero David seguía perplejo.

- Es el octavo elemento químico más frecuente en la corteza terrestre, efectivamente. Y si nunca se explotó tal tipo de motor es porque estos dispositivos no son rentables. Ni económica ni energéticamente. Pero es perfecto para engañar a nuestros carceleros. El magnesio no se presenta en forma metálica pura en la Naturaleza, siempre aparece en forma de óxido o de sal. Para extraer el magnesio se tiene que electrolizar las sales o reducir los óxidos, lo cual consume más energía que la que luego podrás recuperar; ya sabes: consecuencias del Segundo Principio de la Termodinámica, aunque a estos ceporros eso les suene a sánscrito.


David estaba comenzando a entender el truco. Le parecía que efectivamente Palermo era un genio: había ideado todo esto en un par de días tan sólo, quizá en menos, desde el momento en que llegó al acuerdo con el Fiscal General.

- Pero, profesor - dijo al fin, aunque estaba seguro que Palermo ya había pensado en ello - ¿de dónde sacaremos el magnesio para que los "tremogeneradores" sigan funcionando?  Al fin al cabo el magnesio sólo es un vector donde almacenar energía, pero no una verdadera fuente de la misma porque, como dice Vd, se gasta más energía en la síntesis del magnesio que la que luego nos va a retornar.

- El magnesio tiene una gran densidad de energía en volumen y en peso. Con los centenares de kilos que tengo en el almacén podremos ir recargando estos tremogeneradores de aquí durante años. He puesto un indicador de nivel para saber en qué momento hace falta recargar; la primera recarga no tendrá que hacerse hasta dentro de un mes. Lo que es importante es cortar las piezas de magnesio a la medida de los tubos para evitar obstrucciones, lo cual implica una disminución adicional de la TRE.

- ¿Se refiere Vd. a la Tasa de Retorno Energético, profesor? - David ya hablaba tranquilamente en un tono de voz normal; aunque alguno de sus vigilantes hablase su idioma la jerga técnica le resultaría ininteligible, aparte de aburrida.

- Efectivamente. Incluso si uno tuviera un suministro de magnesio en forma metálica y no tuviera que sintetizarlo, para que salga a cuenta explotarlo es preciso que los dispositivos que lo usan como combustible produzcan más energía aprovechable que la se ha usado en su fabricación, instalación, operación y mantenimiento. La relación entre la energía producida por una determinada fuente y la energía consumida por los dispositivos para su aprovechamiento es lo que se denomina Tasa de Retorno Energético, o TRE. Para que te hagas una idea, en 1900 el petróleo tenía una TRE de 100, es decir, que producía 100 veces más energía que la que se usaba para extraerlo y refinarlo. A finales del siglo pasado varios estudios mostraron que una sociedad para mantenerse estructurada tiene que tener  una TRE media, contando todas sus fuentes de energía, del orden de 10. Sin embargo el petróleo hoy en día tiene una TRE muy baja, del orden de 5 o menor, porque sólo quedan recursos de petróleo muy malos y de extracción y procesado difícil, como las arenas bituminosas, el petróleo de alta mar o el petróleo de roca compacta explotado por fracking, que aquí en Europa no se explota pero que aún queda algún campo residual en Estados Unidos. Justamente, la caída de la TRE de las fuentes que alimentaban nuestra sociedad es lo que ha hecho que progresivamente ésta se haya degradado, porque ya no ha podido permitirse escuelas públicas, asistencia sanitaria universal, pensiones de jubilación y demás privilegios de la difunta sociedad del bienestar que conocimos cuando éramos jóvenes; bueno, conocí - dijo Jan al darse cuenta de que para David todo eso debían ser vagos recuerdos de la infancia.

- ¿Y cuál es la TRE del magnesio? - dijo David, y en seguida se corrigió a si mismo - Quiero decir: ya sé que si tuviéramos que producir magnesio metálico la TRE de todo el proceso sería menor que 1. Pero mi pregunta es: si explotamos todos los bloques de magnesio metálico puro que están abandonados en las acerías de la República, ¿qué TRE tendrían nuestros tremogeneradores?

- Buena pregunta. Yo estimo que usándolo con estos tremogeneradores debe estar entre 7 y 10, y seguramente se puede aumentar con mejoras en el diseño - seis meses no es suficiente para hacer la mejor ejecución posible, ¿sabes?. En todo caso, su TRE es superior a la de las fuentes que tenemos hoy en día a nuestra disposición, si exceptuamos las centrales hidroeléctricas que aún están operativas. Mientras podamos seguir alimentando los tremogeneradores con magnesio metálico todo el mundo creerá que hemos vuelto a los días de gloria de la sociedad industrial de mediados del siglo XX.
 
- ¿Podremos poner  en marcha los nuevos tremogeneradores tal y cómo desean éstos? - David estaba empezando a sentir como propio el plan del profesor Palermo.

Jan Palermo se quedó un par de segundos callado, reflexionando, y al final dijo:

- Hay mucho magnesio metálico en acerías abandonadas; se usaba para hacer aleaciones de aluminio-magnesio, que son muy ligeras y resistentes. El magnesio metálico es un material bastante estable: aunque reacciona con el aire y con el agua (de hecho, nos estamos aprovechando de su reacción con el agua en los tremogeneradores) expuesto al aire se forma una fina capa de óxido superficial que lo aísla y evita que reaccione el resto del material. A pesar de los años transcurridos podremos encontrar bastante magnesio desperdigado por aquí y por allá. Hace unas semanas encontré un inventario de antiguas acerías de la República y cotejando esta lista con lo que hemos encontrado creo que podríamos conseguir magnesio como para producir unos 5 gigavatios de potencia media durante unos 20 años. Si importamos magnesio de otros países seguramente podríamos aumentar tanto la potencia como la duración. Eso sí, es vital que otros países no conozcan la clave de la "tremogeneración", porque si no ellos mismos consumirán su magnesio. Al fin y al cabo estamos quemando los restos de la era industrial, una energía embebida que se almacenó en un cierto material cuando el petróleo era barato y la energía abundante. No es una energía abundante, y sólo podrá aprovecharse una vez, así que debemos ser discretos.

David sopesó las implicaciones de lo que le decía Jan Palermo, sobre todo las implicaciones morales. Una sola vez, para después dejar un futuro con todavía menor esperanza.

- Han muerto personas para abrir esos agujeros, que en el fondo son sólo una tapadera. Podíamos haber montado todo el tinglado simplemente usando un curso de agua, un río, incluso un riachuelo; sería menos costoso en términos económicos, energéticos y de vidas humanas - dijo por fin, y no pudo evitar que en su voz hubiera un cierto tono de reproche.

- Es verdad - dijo Jan, y se encogió de hombros - pero hemos hecho lo que se esperaba que hiciéramos; más aún: hemos hecho lo que querían que hiciéramos. ¿Sabes de dónde saque la idea y el nombre de los "tremogeneradores capaces de captar la energía microsísmica"? De  una novela que leí hace muchos años  y que describe una situación muy parecida a la que vivimos hoy en día; y le añadí "de Tesla" porque estos garrulos es lo que esperan oír. Necesitaba crear una parafernalia convincente de "energías libres que necesitan ser liberadas" - dijo imitando el tono de voz del Fiscal General - para disimular el hecho de que en realidad estamos haciendo lo que siempre hizo la Humanidad: quemar algo, en este caso magnesio. No se me ocurrió otra puesta en escena.

A pesar de su discurso, un cierto sentimiento de culpa pesaba sobre Jan Palermo, que había clavado su mirada en el suelo, un palmo por delante de la punta de sus pies. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato, y al final fue nuevamente Jan Palermo quien rompió el silencio:

- Ellos han escogido esta vía estúpida de la esperanza infundada antes que la de la verdad desnuda - dijo Jan, y se encogió de hombros una vez más - Este país ha encarcelado o matado a sus científicos y ahora es presa de charlatanes. 

- ¿Nosotros somos charlatanes? - preguntó David.

Un momento de reflexión. 

- Sí - dijo por fin Jan

 
Después de aquel día tan extraordinario y aquella noche tan esclarecedora las cosas evolucionaron rápidamente durante los años siguientes. Las instalaciones de tremogeneradores de Tesla fueron un éxito fulgurante y se extendieron rápidamente por el país. David, con la ayuda de Colette, se convirtió en muy poco tiempo en jefe de operaciones de todas las instalaciones Tesla de la República, e introdujo nuevos modelos "capaces de extraer la energía plasmática del agua", es decir, haciendo reaccionar discretamente el magnesio con cursos de agua superficiales, con lo que disminuyó enormemente el coste de instalación y mantenimiento y mejoró la eficiencia y la potencia; al tiempo, fue introduciendo otros reactivos provenientes de los restos industriales del país. Durante esos años David Ros mostró finalmente su garra y su ingenio, y sus plantas fueron cada vez más versátiles y productivas, para beneficio de una República donde la actividad industrial volvió a recobrar parte de su pujanza pasada. David y Colette se casaron durante esos años de vino y rosas, y antes de que pasaran cinco años ya tenían dos hijos preciosos.

Por su parte Jan fue nombrado director del Centro de Investigación en Energía Tesla y asesor permanente del Ministro de Industria y Economía. Su vida resultaba bastante cómoda, frecuentando los mejores restaurantes al lado de los Ministros del Gobierno y siendo una persona de gran prestigio en todo el país. Tras muchos esfuerzos consiguió retomar las investigaciones sobre las verdaderas energías renovables que había dejado abandonadas en su país de origen, aunque sus esfuerzos fueron mirados comiserativamente por los Secretarios de Estado y Ministros a los que les explicaba sus resultados, puesto que las plantas Tesla de diversos tipos tenían rendimientos y potencias muy superiores, y muchas menos limitaciones. Para su sorpresa, eso no ponía contento a Jan Palermo, y los pocos amigos que tuvo en aquella época explicaban que cada vez se le veía más preocupado mientras la República prosperaba a un ritmo exponencial.

Un día de un otoño tórrido, extensión de otro verano fallido, David Ros fue a la capital a visitar a su antiguo mentor. David vivía en una ciudad de provincias que se había reindustrializado gracias a un pasado lleno de factorías, acerías y de reactivos químicos para reutilizar fuera de la vista de todos. Hacía tiempo que no iba por la capital si no era por visitas políticas o técnicas de corta duración; David amaba su familia e intentaba que esas visitas fueran lo más cortas posibles, y teniendo en cuenta que el transporte en tren no era tan rápido como cuando era niño esto le dejaba poco tiempo libre para otra ocupación que no fuera el asunto concreto que le trasladaba al centro político de la República. Mientras el vagón traqueteaba suavemente al entrar en la Estación del Oeste David intentaba recordar cuándo exactamente había visto a Jan Palermo por última vez. Hacía poco más de 5 años desde la demostración de los tremogeneradores de Tesla, y Jan se había trasladado a la capital pocos meses depués, en cuanto le hubo enseñado todo sobre el diseño de los tremogeneradores a David. Antes de marcharse, Jan se había dedicado con ahínco a recuperar valiosos libros con tablas sobre potenciales químicos, reactividades, esteoquiometrías, entalpías y demás zarandajas técnicas; conocimiento valiosísimo sobre los elementos químicos que conforman nuestro mundo y que hacía tiempo que se pudría en bibliotecas ahora abandonadas y cubiertas de moho. Jan hizo una selección excelente de los libros fundamentales que ayudarían a David a mantener en marcha el timo de los tremogeneradores durante una larga temporada, y después se marchó. Dijo que no tenía interés en alimentar la bufonada, que quería hacer investigación de verdad en las fuentes de energía que realmente podrían darle una esperanza a la Humanidad, y se marchó a la capital y a su Centro de Investigación en Energía Tesla, el CIET, que en realidad era una tapadera de un centro de investigación en energías renovables. Con mucho esfuerzo y paciencia Jan había conseguido que las autoridades le dejasen reclutar para su centro los mejores científicos que pudo rescatar de los campos de trabajo de la República y de otros países que habían sucumbido a la barbarie, incluido del país de origen de Jan Palermo. La plantilla del CIET era la más disciplinada y agradecida que Jan hubiera podido soñar, y todo el mundo allí trabajaba con ahínco para intentar dar una alternativa real a los tremogeneradores, pues a nadie allí se le escapaba que la fantasía envuelta en papel de celofán marca Tesla no duraría para siempre. El Gobierno de la República tenía destacados en el CIET algunos comisarios políticos que supervisaban todo el trabajo de los científicos, lo cual hacía un poco más pesada la comunicación interna, sobre todo por la necesidad de incorporar términos idiotas de vez en cuando para maravilla de los ignorantes comisarios. Jan tenía el acuerdo con David Ros de que cada vez que el último incorporase una mejora a las plantas de reactivos los planos pasasen primero por el CIET para "vender" a la República que en realidad aquello era fruto del esfuerzo investigador de la nutrida plantilla de rescatados de la barbarie y así les dejasen en paz. Esta "transferencia de tecnología al revés" molestaba un poco a David, porque le quitaba el mérito a su trabajo, que realmente era muy bueno, pero de tanto en tanto Jan o los otros investigadores aportaban mejoras sensibles a sus diseños iniciales y al final el arreglo era muy conveniente para todos: David se había convertido en un hombre muy rico - había conseguido que se le diese un porcentaje de explotación por cada planta que ponía en marcha- mientras que Jan jugaba a buscar la energía infinita cobrando un relativamente modesto sueldo y capitaneando aquella tropa de desarrapados. Además, pensaba David bajando del tren, al final es Jan quien asume el riesgo cuando todo falle.

Cuando todo falle, se repitió mentalmente. Como ahora. Porque aquella era la razón real por la que venía a ver a Jan Palermo. No para reprocharle que no hubiera honrado la última invitación a visitarles para celebrar el comienzo del verano y el primer aniversario de su hijo menor, ni para discutir un nuevo plano. No. Los problemas comenzaban a ser serios, los reactivos comenzaban a escasear en la República mientras el Gobierno presionaba cada vez más a David para mantener el crecimiento incesante, rápido, exponencial... La República tenía prisa en volver a su pasado industrial, sobre todo ahora que habían podido mitigar las hambrunas causadas por el nuevo clima gracias a una remecanización de un campo necesitado de todo. De hecho, los economistas habían vuelto a calcular el PIB, y el comercio exterior iba viento en popa. Pero la República necesitaba más, y más, y más, y en cinco años había sido capaz de agotar lo que inicialmente Jan estimaba que había de durar veinte. 

Jan escuchaba atento las cuitas de su antiguo pupilo, aunque no había nada en ellas que realmente le pudiera sorprender. Se habían saludado cordialmente cuando David llegó al despacho de Jan. Jan había envejecido un poco, ya había entrado en la cincuentena pero se mantenía vigoroso gracias a sus largos paseos y a la natación. David había madurado; era un hombre recién comenzada la treintena y había ganado un poco de peso y un mucho de aplomo de hombre importante, de esos que te hacen sentir disminuido con la forma de hablarte, aún estando sentado delante de ti como lo estaba David delante de la mesa del despacho de Jan. "El hábito de dirigir a otros hombres", pensó Jan al remarcar este rasgo de su pupilo. Al cabo de unos minutos Jan se puso de pie, y siguió escuchándole mientras miraba por el amplio ventanal del despacho. No, no le sorprendía nada. Al final se volvió y dijo:

- "El mayor defecto de la especie humana es su incapacidad para comprender la función exponencial".

David pronunció un "¿Qué?", como volviendo de un sueño profundo y pegajoso.

- Nada importante - continuó Jan - o quizá sí, lo más importante en realidad. Pero no es eso de lo que tú me has venido a hablar hoy, y sé que eres un hombre ocupado e importante. Dime qué es lo que quieres de mi.

David agradeció la franqueza y el pragmatismo de su antiguo profesor.

- Profesor - hacía años que David no le llamaba así, pero esta vez lo hizo - necesitamos algo para reemplazar el magnesio, el sodio y los demás reactivos. Pronto el Gobierno se dará cuenta de que no hay energía libre ni Tesla ni nada más que un sueño efímero.

- ¿Y qué esperabas, David? - le respondió Jan - Teníamos un único tiro, pero hacía falta dosificarlo.

- Los países que tienen reservas de metales reactivos las venden cada vez más caras - siguió David, como si no le hubiera escuchado - y algunos nos exigen que les instalemos tremogeneradores, plantas plasmáticas, magnetovibradores, ...

- Palabrería hueca que usamos para ocultar que simplemente nos aprovechamos de reacciones químicas muy exoenergéticas, el combustible de las cuales está comenzando a escasear - repuso Jan

- Necesitamos alternativas - David continuaba enrocado en su discurso - otros reactivos, u otros medios para conseguirlos.

- ¡Pues tendrá que ser otros medios de conseguirlos! - le dijo enérgicamente Jan, exasperado por la ofuscación de su ex-alumno - ¡Despierta, David! Se acabó la partida. Todo era un timo y ya toca a su fin. Antes de lo que esperábamos, es verdad, pero no contábamos con lo único que es realmente ilimitado en este mundo: la codicia humana. Bueno, eso, y su estupidez.

David se quedó callado unos segundos. Después volvió a hablar, lentamente, con una voz grave, profunda. Gélida, se podría decir. Jan pensó que esa debía ser la voz que usaba para transmitir a sus trabajadores su descontento con un cierto estado de cosas. E infundirles miedo.

- Profesor - dijo David - tenemos que encontrar una alternativa. No podemos fallar. No ahora. Hay demasiadas cosas en juego. Yo tengo mucho en juego: mi familia, mi posición. Vd. si quiere puede jugar a científico idealista, pero yo tengo un deber que cumplir. Y lo cumpliré - e incluso Jan no pudo evitar un estremecimiento al sentir la profunda determinación en las palabras de David.

- Te entiendo, David, o al menos creo entenderte. Pero eres lo suficientemente inteligente para saber que no puedo ayudarte en realidad. Dios sabe que si pudiera lo haría, pero desgraciadamente no puedo. Nuestros sistemas renovables no han conseguido ir más allá de lo que había en la era del petróleo, y sin petróleo barato y abundante simplemente no pueden mantener un entramado social tan grande y complejo como lo que la República - se corrigió - como lo que tú me planteas.

David aún calló unos segundos, y luego, sin hablar se puso de pie y abrió la puerta del despacho. Ahí se detuvo y sin volverse dijo:

- ¿Sabes una cosa, Jan? - volvió al tuteo y a la familiaridad de los últimos años - en realidad sí que me has dicho lo que tengo que hacer. Ahora ya lo tengo claro. Muchas gracias, Jan.

Y se fue sin que Jan supiera a qué se refería. Desde su ventanal Jan le vio alejarse a paso presto. ¿Qué es lo que haría que un hombre inteligente y muy capaz se obceque tanto, se empeñe en un imposible? Por fuerza su razón le debía decir a David Ros que perseguía una quimera, pero sus sentimientos ahogaban la voz de la razón. Quizá era por su familia que David actuaba así. Sin embargo, ¿qué sentido tenía elevarse más y más sobre el abismo? ¿para caer luego desde más alto y más violentamente? ¿qué futuro le dejaría David a sus hijos con su necia huida hacia adelante?

Jan nunca se había casado. No es que no le gustaran las mujeres, pero su entusiasmo por su trabajo no había sido del agrado de sus escasas parejas. ¿Y total, de qué había servido ser un esclavo del trabajo, si al final no serviría para nada? Quizá Jan era el que estaba equivocado, y David tenía razón. Pero Jan no se veía buscando una pareja a sus años y con el muro de distanciamiento que ponía su situación. Formalmente seguía siendo un preso de la República, pensó con sorna, ya que nunca le habían levantado el arresto, aunque iba y venía donde quería y allá donde iba le abrían las puertas, tal era entonces su prestigio. Sin embargo, esa aura de hombre santo, de benefactor, desvirtuaba cualquier aproximación al sexo opuesto, y él detectaba en seguida el excesivo interés en el oropel que le envolvía en la manera afectada con la que se le aproximaban algunas féminas. Y si bien sí que a veces añoraba tener un contacto íntimo, lo que quizá más le pesaba en el alma era no haber tenido hijos, sus propios hijos a los que transmitir su amor por la Naturaleza y su compasión por los hombres.

Al cabo de un rato Jan se rió para sus adentros: ¡pensando en mujeres, después de tanto tiempo! y rió con gana. Tan concentrado estaba en sus pensamientos que, tan observador como él era,  no se había fijado en que David no había tomado el camino de la estación de trenes, cual era su costumbre.

Es difícil saber lo que pensaba Jan dos semanas más tarde, cuando un tren nocturno le dejó al otro lado de la frontera, en el pequeño país montañoso que tendría que ser su nuevo hogar. Lo había escogido en su nueva huida porque sabía que era de los pocos lugares en Europa donde no sólo no se había perseguido a los científicos, sino que además se enorgullecían de haber mantenido una Universidad Técnica de alto nivel. Había ido a tiro hecho; durante los años que tuvo una posición más encumbrada había ido recabando información más veraz sobre la nueva Europa, y en más de una ocasión había pensado en este pequeño país como un posible lugar de retiro, lejos de tanto vocerío y necedad.

Llevaba una pequeña maleta, con suficientes objetos de valor como para permitirle vivir cómodamente durante una larga temporada, y debajo de la axila el periódico que había precipitado su fuga. En grandes titulares y con frases triunfantes el diario anunciaba la invasión por parte de la República de su país natal. En medio de tantas mentiras y clarines de victoria Jan pudo leer varias veces el nombre de David Ros y alcanzó a comprender su papel central en los eventos. Al parecer, había convencido directamente al Presidente de la República de que el Ministro de Comercio estaba siendo demasiado débil y que las demás naciones querían arrebatarle a la República el secreto de las plantas Tesla, imponiendo precios abusivos a las materias primas que la República tan imperiosamente necesitaba. Y el Presidente (un necio redomado que en la República de cuarenta años atrás no hubiera jamás pasado de ser un rufián de taberna) no sólo hizo caso a David, sino que le nombró Ministro de Materiales Estratégicos y Energía de Tesla - pobre Nikola Tesla, cuántas veces su nombre se pronunciaba en vano - con una cartera que quitaba competencias esenciales a la de Comercio - que desparecía - a la de Economía y, para mayor espanto de Jan, de Guerra. Todo eso había comenzado el mismo día que David había estado en su despacho y se había desarrollado durante los días posteriores, pero Jan, ensimismado en sus investigaciones, no estaba al caso de los cotilleos de la capital. Ahora comprendía a qué frase suya se refería David: "Conseguirlo por otros medios". Si no son los del comercio, serían los de la guerra.

La República, régimen autoritario como era, estaba bien pertrechada militarmente, y de hecho el Ejército era un gran consumidor de energía y materias primas. La República se había preparado para la guerra; de hecho, llevaba tiempo preparándose para la guerra. David sabía muy bien que conseguiría poner el país en marcha para apoderarse de los recursos de sus vecinos si simplemente decía que era necesario. "Otra vez más he sido un completo necio", pensó Jan. "No lo he visto venir. ¿Me volverá pasar lo mismo en este nuevo exilio?"


Como formalmente el arresto nunca fue levantado, en cuanto trascendió la noticia de su escapada se le consideró prófugo y se le puso en busca y captura. En cuanto la bota de la República hubo subyugado su país le buscaron por cada rincón, pensando que al comenzar la guerra se había cambiado de bando para ayudar a la defensa de su nación natal. Al saber en la prensa extranjera de estas elucubraciones, pensando en no perjudicar a su compatriota David - más bien, en no perjudicar a Colette y a los niños - envió una carta desde su nuevo hogar explicando que estaba cansado y que sólo buscaba el retiro en un país pequeño, neutral y perdido entre las montañas. Una semana más tarde y para su sorpresa comprobó que el diario más importante de la República (que podía comprar fácilmente en su nuevo exilio) le dejaba finalmente en paz, explicando que todo había sido una confusión y que se había retirado a aquel pequeño país. En la rapidez con la que se desmontó la campaña en su contra probablemente influyeron las gestiones de David, quien según el diario pasó a ser el nuevo director del CIET, además de acumular en su persona media docena de cargos diversos, incluido el de Ministro. Al girar la página del mismo diario vio una foto, una de las pocas fotos que los diarios publicaban en cada número. Era una imagen de mala calidad de su ciudad natal, de la pequeña población donde vivió su niñez, después de la guerra. La imagen estaba tomada desde una de las calles principales. La ciudad estaba arrasada; las tropas invasoras habían arrojado bombas incendiarias, y los precarios medios de extinción de aquella época no habían sido capaz de contener fuegos tan dispersos y bajo los disparos enemigos. Jan Palermo se quedó helado. Su ciudad, simplemente, ya no existía. Sintió rabia y al tiempo una tristeza como nunca había antes experimentado, y se asombró al darse cuenta de que estaba llorando.

Resultaba que después de todo el viejo profesor tenía escrúpulos y tenía decencia. Sobre su conciencia cayeron de golpe todas las personas que habían muerto para que Jan pudiera vivir: los cuatro que murieron en los tremogeneradores iniciales, toda la gente que murió después en las obras de las demás instalaciones, los que a consecuencia de la guerra habían muerto en su país natal, en su ciudad natal, y los que tendrían que morir en otros países que serían atacados en un futuro... Era una carga terrible. Se había escudado en que quería salvar a David, pero en realidad se quería salvar a él mismo, y de hecho había perdido a David, convertido en un monstruo, reflejo grotesco de lo que podía haber sido. Hasta ese momento había dejado que el miedo, el instinto de supervivencia, tomaran el control, quizá por haber estado tantas veces perseguido y al borde de la muerte; y por culpa de ello mucha gente había muerto y mucha más tendría que morir. Hay personas que es igual lo que haga en la vida, porque no mueven a los demás, y así pueden permitirse el lujo de ser egoísta sin consecuencias. Pero hay otras personas que por su carisma y capacidad son líderes natos, y Jan era uno de ellos. Sus vicios y sus errores tenían repercusiones que se extenderían durante años, durante décadas. Tenía que ser mucho más cuidadoso; tenía la obligación moral de ser mucho más cuidadoso. En aquel momento se prometió que nunca más volvería a ser un cobarde. Aunque quizá ya era demasiado tarde.

Antonio Turiel
Junio de 2013

jueves, 20 de junio de 2013

Un futuro sin más (II): El juicio



[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

(enlace a la primera parte del relato)


Jan conocía bien el país vecino, la República como les gustaba decir a sus nacionales, desde su época de estudiante de doctorado, y hablaba con fluidez el idioma. A David le costaba más comunicarse, más que por falta de competencia lingüística debido a su natural timidez y su falta de experiencia. Sin embargo, el mismo día que entraron en el calabozo del pequeño pueblo de la frontera donde les detuvieron tuvieron una cosa clara: también en la República se les consideraba unos criminales de la peor especie.

¿Cómo podía Jan haber estado tan ciego? Había corrido buscando el paraíso y lo que se había encontrado era otra ciénaga. Quizá la gente era un poco menos salvaje y brutal que en su país natal: al menos sobre el papel el país vecino era formalmente una república democrática; sin embargo, en poco tiempo comprendieron, gracias a sus contactos con los otros presos, que en realidad la República no era más que una dictadura encubierta. Durante los meses que Jan y David habían permanecido huidos se habían producido muchos cambios, es cierto, pero en realidad las transformaciones se habían ido operando al mismo tiempo que en su país de origen, y por los mismos motivos: la crisis económica implacable que se había ido agudizando sin parar, el acceso cada vez más penoso a los diversos recursos naturales, cada vez más escasos... cada casa sin luz, cada gasolinera sin diésel, cada panadería sin pan habían arrastrado a la República hacia posiciones cada vez más autoritarias y más represivas, único modo con el que las fuerzas políticas habían consensuado que se podría mantener una frágil paz social. Jan había estado cegado por la falta de información de calidad sobre lo que realmente pasaba en la Repúbica; simplemente se creyó todo lo que leyó en su país mientras fue un hombre libre, y confió en aquella vieja máxima "no news, good news". No fue hasta que estuvo en una de las cárceles republicanas que tuvo un contacto directo y brutal con la realidad del país que antes idealizaba. Comprendió tarde que en realidad la democracia en su propio país había comenzado a morir mucho antes de que para él fuese evidente, desde el mismo momento en que los medios de comunicación filtraban, censuraban o simplemente frivolizaban la información sobre la degradación social y de la calidad democrática que se vivía en otras naciones; además, las corresponsalías en el extranjero salían caras y era más barato simplemente republicar lo que las agencias públicas difundían por sus oficinas de prensa. ¿Cuántas otras naciones en Europa y en el mundo estarán pasando por un descenso a los infiernos semejante? Si la República, antaño baluarte de las libertades y faro de la razón para Occidente, había sucumbido de una forma tan acabada e irremisible, ¿qué habría sido de tantas otras naciones de menor tradición racional y democrática? Jan se estremeció al pensarlo. Si pudiera escapar de este infierno, ¿a dónde, realmente, podría huir? ¿Dónde una persona sensible podría refugiarse? Se dio cuenta que no sabía nada del mundo en el que vivía.
 
La inmersión en la realidad de la República les vino al conocer muchos presos, encarcelados por motivos de lo más peregrino en algunos casos, a través de los diversos penales en los que hicieron parada en su lento peregrinar hacia la capital donde iban a ser juzgados por crímenes contra la Humanidad ("habrán perdido la grandiosidad pero no la grandilocuencia", pensó Jan la primera vez que le formularon los cargos). Había gente encarcelada por 10 años por haber intentado robar algo de comida para sus hijos, o por 5 años por haber osado protestar contra unos impuestos que les estaban desangrando. E invariablemente, ya fuese en un pequeño penal del campo o una gran cárcel de ciudad sólo veían a los otros presos cuando éstos volvían por las noches a los penales después de pasar su penosa jornada empleada en trabajos forzados. Al igual que en su país natal, la República se había vuelto adicta a la fuerza muscular humana, faltando otras fuentes más potentes de energía; aunque, en honor a aquella frase que les dijo el gendarme que les detuvo ("nosotros somos más civilizados") las condiciones de esa esclavitud legal eran más razonables que en casa y eran pocos los que morían en los campos de trabajo; la mayoría vivían para poder salir de la cárcel e intentar no volver a entrar en ella (generalmente de manera infructuosa).

Sin embargo, ni Jan ni David fueron obligados a trabajar en uno de esos campos. Esto extrañó y preocupó a la vez a Jan. Era obvio que no les consideraban unos presos más. Por lo que entendió hablando con otros presos, al igual que en su país los científicos habían sido públicamente repudiados primero y luego perseguidos con saña. Curiosamente los políticos habían conseguido mantener un cierto nivel de respeto por parte de la población. O no tan curioso; por el relato que Jan consiguió hacerse con fragmentos aquí y allá, los políticos habían conseguido cargar toda la culpa en diversos sectores de la sociedad, y particularmente en los científicos. La República, que durante siglos había sido un baluarte de la Ciencia, la nación que le trajo la Razón al mundo, no había sido capaz de perdonarle a la todopoderosa Ciencia que no fuera capaz de auxiliarla en los momentos de necesidad. Jan se sorprendió al comprobar cuánta gente estaba convencida de que los científicos formaban parte de una odiosa conjura internacional para mantener a la Humanidad sometida a una nueva Era de la Oscuridad. No pocos presos, acusados algunos de crímenes realmente de importancia, reaccionaban violentamente cuando sabían que Jan y David eran científicos; en una de las ocasiones, incluso, el profesor salvó su dentadura gracias a la rápida actuación de su pupilo (quien a fuerza de desventuras había comenzado a espabilar). En las últimas prisiones antes de llegar a la capital de la República Jan y David se hicieron pasar por contrabandistas del sur que habían asesinado a un gendarme que había estado punto de atraparles, para luego ser capturados; y para explicar por qué no les sometían a trabajos forzados decían que suponían que era porque los gendarmes querían hacerse con su botín y no tenían interés en que murieran o escaparan en los campos de trabajo. Con esa rocambolesca historia conseguían ser la comidilla de la prisión el día o dos que pasaban allí, pero nadie les hacía nada pensando en cómo aprovecharse de esos contrabandistas tan ricos y vigilados por los guardas, y para cuando algunos presos más osados habían urdido un plan para extorsionarles ya se habían marchado hacia un nuevo presidio. Jan comprobó que su vida era más simple si le tomaban por un criminal que si le tomaban por un profesor universitario, y concluyó que la decadencia de la República debía ser completa.


Un mes después de ser detenidos en la frontera llegaron por fin a la capital. Allí no fueron alojados en ninguna de las muchas y abarrotadas prisiones que había en aquella época en la gran ciudad, sino que fueron directamente trasladados a los calabozos de la Corte Nacional. Veinte años atrás un Jan estudiante había visitado la parte turística, decorada con extraordinario gusto, de la Corte Nacional; ahora, ya cuarentón, visitaba la parte menos lucida y bastante más sórdida. Aún estuvieron un par de días en el calabozo, sin tener noticias del exterior pero comiendo correctamente - lo que era un gran lujo para una prisión. Hasta que un día vino el Fiscal General del Estado en persona a visitarles, acompañado de un séquito de veinte personas, entre guardias, secretarios y abogados, que a duras penas cabía en el estrecho calabozo. Jan miraba al Fiscal con incredulidad cuando, tras una larga y engolada introducción - tradición nacional - le expuso que se le acusaba de crímenes de lesa humanidad por haber participado como líder destacado en la gran conspiración internacional de los científicos de todo el mundo para ocultar los secretos de la energía libre, que no se molestara en negarlo porque tenían muchísima documentación al respecto, incluyendo la declaración del director del Laboratorio Nacional de Energías Renovables en la que se citaba explícitamente el nombre de Jan Palermo como uno de los líderes de la Gran Conspiración. Con un gesto despectivo el Fiscal General mostró a Jan la declaración de Pierre Lamarck que le inculpaba, pero Jan prescindió del estúpido texto lleno de tonterías dictadas por funcionarios embrutecidos y sólo miró la temblorosa firma. Jan se estremeció imaginándose en qué estado se debía encontrar Pierre en el momento en que firmó ese documento lleno de sandeces y barbaridades. Pobre Pierre, hombre íntegro como pocos había conocido; puestos a elegir un mal menor seguramente inculpó a colegas de otros países, lejos de las garras de esta chusma enloquecida, esperando salvar así a sus compatriotas aunque en el proceso se condenase a si mismo, al reconocer que formaba parte de la "Gran Conspiración". Sintió la tentación de preguntar al Fiscal General qué se había hecho de Pierre, pero su nariz arrugada y el contenido desprecio que reflejaban sus labios apretados hasta volverlos lívidos dejaba claro que, si de él había dependido, Pierre haría tiempo que estaría muerto. Mala suerte: de hecho, había dependido de él. Ese pensamiento hizo enrojecer de rabia a Jan, hasta que reparó en que ahora su suerte y la de David también dependían del mismo energúmeno homicida.

Después de lo que él consideraba un argumento irrefutable (la declaración arrancada por medio de torturas a Pierre Lamarck) aún estuvo el Fiscal parloteando triunfalmente durante un inacabable cuarto de hora, llenándose al boca de palabras que en su engolada voz sonaban más huecas de lo acostumbrado: "responsabilidad", "destino", "ayudar a la Humanidad en tiempos de gran necesidad", "deber ineludible", "la República no reparará en medios para acabar con semejante atrocidad" y expresiones tópicas por el estilo. Lo que dejó perplejo a Jan fue el final de su discurso, de una banalidad propia de un niño de seis años:

- La cosa es simple - dijo el Fiscal - Vd. libera sus conocimientos sobre los dispositivos de energía libre y la República le perdonará sus faltas e incluso - la mueca de desprecio se hizo completamente evidente - le cubrirá de honores. Si decide guardar el secreto se lo llevará Vd. a la tumba, eso ya lo sabe, sólo que llegará allí antes de lo que se piensa.

Jan le miraba con los ojos abiertos, con la expresión de boxeador sonado. Pensaba en las torturas que habría soportado Pierre, y en el absurdo que le planteaba ese hombre que sería docto en leyes pero falto en sentido común y en la más mínima intuición de las leyes de la Naturaleza. Finalmente, bajó la mirada:

- No podría hacer tal cosa - meneó la cabeza lentamente, como intentando alejar un pensamiento molesto y doloroso. Y recalcó para dejarlo claro - No hacer tal cosa. Simplemente, no es posible hacer tal cosa.

- Ya me imaginaba que diría algo así - dijo el Fiscal, los labios en una fina línea blanquecina, mientras se volvía - Se le procurará un abogado para su mejor defensa.

Como si eso importara algo, pensó Jan.

El abogado defensor llegó al día siguiente. Un patán de mala muerte cuyo mayor mérito había sido defender al violador del puente del Norte, hazaña que le proporcionó a él cierta notoriedad mediática y a su cliente una ejecución rápida. El tipo veía en el caso de Jan Palermo y de su subalterno David Ros la oportunidad de ser aún más conocido, aunque le importaba bien poco lo que fuera de sus clientes; en realidad, se veía claramente que daba por descontado que serían condenados y ejecutados. Pero la República no podía o no quería permitirse pagar un abogado mejor para defender a los que por otra parte consideraba causa de todos su males. Algunas noches mientras se preparaba la farsa de juicio que vendría David sollozaba quedo, cosa que Jan le disculpaba por su juventud. Jan se mantenía sereno: se sentía cansado de tener que soportar tanta necedad, y aunque no deseaba morir veía lo que estaba pasando con cierta distancia, como si todo fuera el resultado lógico e ineludible de un experimento sociológico macabro.

El juicio se desarrolló según lo previsto: con gran pompa y boato se anunciaron los cargos contra Jan: crímenes contra la República y contra la Humanidad, conspiración, asociación de malhechores, estragos en bienes públicos y privados (se ve que le echaban la culpa de todas las revueltas ocasionadas por la escasez), miles de muertos y heridos, etc. La fiscalía pedía la pena de muerte para Jan y el embargo de todos los bienes que se le pudieran identificar. Para David, la lista era bastante más corta: complicidad y encubrimiento. Para él el fiscal sólo pedía 20 años de trabajos forzados.

Su abogado defensor hizo el bufón desde el primer momento; hizo un alegato inicial tan sobreactuado que consiguió una amonestación del tribunal. Concluyó con una declaración de inocencia de todos los cargos para sus dos defendidos tan poco creíble y con algunas contradicciones obvias, dando vueltas a hechos sobre los que en realidad nadie podía atestiguar (por ser completamente ficticios).

El juicio consistió en una retahíla interminable de testimonios de gente que había sufrido las consecuencias de no tener una fuente de energía mágica que satisficiera sus necesidades, y los reproches a los científicos que se la negaban. Sacaron a un par de pobres diablos de campos de trabajo, antiguos científicos, que atestiguaron haber visto maravillas en funcionamiento con las que experimentaban los jefes de laboratorio, e incluso uno dijo recordar haber visto a Jan en una de esas pruebas, a pesar de que por las fechas que él refería Jan se encontraba sin duda en un congreso anual en la otra punta de Europa, lo cual sería fácil de comprobar consultando los anales de aquel congreso. Pero Jan no quiso señalar esta contradicción, una más en un océano de ellas: seguramente aquellos pobres diablos habían conseguido una reducción de su tiempo de condena con aquellas declaraciones que en realidad no condenaban más a Jan porque después de matarle ya nada más le podrían hacer, y él ya estaba condenado y muerto de antemano. Quién sabe si dentro de unos años el propio David no tendría que recurrir a la misma añagaza para quitarse cuatro o cinco años de condena...

Después de una semana se había terminado la pantomima de testimonios, y Jan le dijo a su abogado que quería declarar. Éste le miró, receloso, pero con buenas palabras y tono sereno le convenció de que lo que iba a decir sería correcto y memorable. Su abogado vio la oportunidad de tener aún más publicidad y pidió permiso al tribunal para que Jan declarara. El juez habló con sus auxiliares unos segundos. "Curioso juicio en que nadie tiene interés en que el principal acusado declare", pensó Jan. Al cabo de un momento, quizá por lo obviamente necesaria que tendría que ser tal declaración, los jueces accedieron a oír a Jan, aunque le advirtieron que no consentirían el más mínimo desacato. Jan les agradeció la deferencia y les aseguró que no pretendía más que hacer una declaración moderada y ponderada.

Teóricamente Jan tendría que haber respondido a las preguntas de su abogado, pero nadie, ni el mismo abogado defensor, tuvo interés en preguntarle nada, y una vez que comenzó a hablar todos tuvieron curiosidad por escuchar lo que tenía que decir. Jan fue conciso y contundente; usó las mejores palabras que conocía de la lengua del país, que no le era propia, en un alegato que llevaba días ensayando en su celda. Simple y directo, sabiendo que no le dejarían hablar más que un par de minutos a lo sumo.

- Señorías, señores y señoras del jurado, público asistente a este juicio, pueblo de la República, de mi país, de Europa, del mundo... - comenzó Jan - quiero pedirles perdón. Perdón por no haber resuelto los problemas tan graves que han tenido nuestras sociedades. Perdón por no haber proporcionado soluciones factibles y expeditivas a la falta de energía y de recursos que han sumido nuestras ciudades en la oscuridad y la inactividad, y nuestra sociedad en la Edad Media. Les pido perdón. 

El Juez sonrió, satisfecho, delante del acto de contrición de Jan. Pero éste continuó:

- Pero no les pido perdón porque yo o mis colegas tengamos estas soluciones y se las estemos malévolamente ocultando. No. Les pido perdón por haber permitido que les hicieran creer que la Ciencia era capaz de resolver todo problema que se planteaba. Les pido perdón por no haber protestado delante de esas noticias que repetidamente salían en los suplementos de ciencia y tecnología de los diarios y los boletines de las televisiones anunciando la próxima llegada de una maravilla tecnológica, de alguna nueva fuente de energía y de recursos, que después nunca se acababa de materializar a lo largo de los años. Les pido perdón porque incluso algunas veces neciamente jaleamos y propiciamos tales noticias como un medio de propaganda para conseguir dinero para nuestra investigación, sin darnos cuenta de que estábamos inflando las expectativas de una sociedad en estado de necesidad. Una sociedad necesitada de creer, de creer en algo que les devolvería la prosperidad perdida, de una sociedad a la que no contribuimos a educar lo suficiente, en la que consistimos que la gente dijera cosas como "creo en el Cambio Climático" o "no creo en el Cambio Climático", "creo en el Peak Oil" o "no creo en el Peak Oil", "creo en las energías libres" o "no creo en las energías libres", y expresiones similares que tantas veces habrán oído a lo largo de sus vidas.

El Juez comenzaba a fruncir el ceño. Jan podría hablar sólo unos instantes más, así que decidió ir al grano.

- Todas esas cuestiones no son de fe, no podemos "creer" o "no creer" en ellas. No son cuestiones de creencia, sino de ciencia. Nuestra ciencia es humana y por tanto, como nosotros, incompleta y en continua progresión; pero a pesar de sus limitaciones sí que sabíamos - y aún sabemos los que nos enorgullecemos en practicar la Ciencia- lo que era razonablemente posible y lo que no. No "creíamos": "sabíamos". Pero no fuimos capaces de ver que la sociedad no sabía, sólo creía; permitimos por omisión que la Ciencia fuera la nueva religión, la religión del siglo XX, y cuando llegaron los tiempos de necesidad en el siglo XXI y la Ciencia dijo: "lo sentimos, la Tierra tiene límites, los recursos son finitos, no hay fuentes de energía milagrosas pues todas están sometidas a las Leyes de la Termodinámica, la contaminación no puede crecer indefinidamente sin dañarnos gravemente" nuestros creyentes se sintieron ofendidos y traicionados. Y ahora quieren hacernos pagar nuestra traición sin comprender que no hay soluciones milagro; que el error lo cometimos antes, al dejarles creer que la Ciencia no tenía límites, y no ahora, cuando les decimos la verdad. ¡Dejen de soñar en quimeras! Tenemos que trabajar juntos para construir una nueva sociedad en la que los recursos se gestionen sosteniblemente y..."

- ¡Suficiente! - el Juez estaba rojo de ira - ¡Señor Palermo, ha desacatado a este tribunal con su discurso lleno de maldad y mentiras! Retírese del estrado, y que un alguacil le lleve al calabozo. ¡Y que no le den de cenar! - añadió con infantil determinación el Juez.


Al pasar, esposado, al lado de su abogado éste le susurró al oído: "Has firmado tu sentencia de muerte". Jan no pudo reprimir contestarle amargamente: "En realidad lleva meses firmada, y no por mí".

Desde el calabozo Jan podía continuar oyendo el griterío de la sala de vistas. Estaba claro que su alegato no había sido bien recibido, pero no había dejado indiferente. Luego David le explicaría las barbaridades que aquellas personas, en su mayoría gente de leyes, habían dicho, y cómo pedían para Jan una tortura ejemplarizante antes de ejecutarlo, y -mala suerte- que la pena para David había subido a 40 años, delante de lo cual su abogado sólo pudo balbucear un inconexo "Lo siento, lo siento". David tenía los ojos arrasados de lágrimas; si 20 años le parecían una vida, 40 años le garantizaban la muerte; sin embargo, no osó reprochar nada al profesor, quizá porque sabía que él afrontaba un destino sin esperanza, o quizá porque sabía que en el fondo tenía razón. Que su alegato era el "Eppur si muove" de Jan Palermo. Jan inspiró profundamente cuando su ayudante calló, y le dijo: "No te preocupes, David. Vamos a salir de ésta". David alzó rápidamente la vista y lo miró atónito. ¿Se estaba volviendo el profesor loco bajo la presión? Adivinando su pensamiento, Jan Palermo le dijo:

- Ha vuelto el Fiscal General. He llegado un acuerdo con él. He hecho todo lo que he podido para sacar a esta gente de la ignorancia, y mi muerte me importa ya poco, pero no puedo arrastrarte a ti en mi caída, joven ayudante.

Jan miraba a David. Si no le hubiera llevado consigo aquel maldito día en la capital de su país. Lo que había tenido que hacer por aquel muchacho. Pero aún creía que el chico estaba llamado a hacer grandes cosas.

- Pero, señor, ¿y a qué tipo de acuerdo ha llegado Vd.? ¿Qué tiene para ofrecerle? - acertó a decir al fin David, con la respiración entrecortada por el sollozo.

- Mañana lo verás. Ahora descansa, que mañana emprenderemos un nuevo viaje, como hombres libres, o casi.

David no se creía lo que oía. ¿Había esperanza, después de todo? ¿O el profesor se había vuelto loco sin remedio? El día había sido intenso y las emociones muchas, así que el joven se quedó dormido al poco, sin recordar que tampoco él había cenado.

Les levantaron temprano por la mañana; el Juez quería dictar sentencia expeditivamente. "Nada de sutilezas de procedimiento", pensó Jan, "cómo cambian las cosas cuando la necesidad aprieta". Jan y David entraron en la sala en medio del abucheo general, que debía ser del agrado del Juez pues tardó varios minutos en llamar al orden. Su abogado permanecía sentado a su lado, seguramente pensando que quizá no era tan buena la publicidad de este caso. Se hizo finalmente el silencio y el Juez se dispuso a ordenar al Presidente del Jurado que leyese la sentencia cuando Jan habló con voz fuerte y clara:

- ¡Quisiera hacer una declaración que he acordado con el Fiscal General!

El Juez hubiera cortado la cabeza de Jan en aquel mismo momento si hubiera tenido un hacha, y abrió mucho la boca, rojo de la rabia, para ordenar que lo devolvieran al calabozo - y quizá por el camino lo apalizaran - cuando vio de pie entre el público la imponente figura del Fiscal General, vestido completamente de negro, que con un gesto imperativo asintió. El Juez se quedó paralizado, ridículo con su gran boca abierta y su tez que había pasado súbitamente del rojo al blanco más pálido. Finalmente dijo:

- Sea rápido, profesor Palermo.

"Montesquieu debe estar revolviéndose en su tumba", pensó Jan, y un segundo después reparó en que volvía a ser "profesor". Nunca le gustaron demasiado los títulos, pero su uso reflejaba bastante claramente la opinión de quien hablaba sobre él. Fue directamente al grano:

- Pido disculpas por mi actuación de ayer. Hasta ayer temía por mi vida y por la de mi familia si accedía a revelar los secretos que conozco. La asociación de los Illuminati, a la que pertenecí, hubiera acabado con todos nosotros- le costó decir estas palabras, conteniendo la risa. David le miraba atónito, como si no le conociese.

- Pero el Fiscal General me ha dado las máximas garantías personales - prosiguió Jan - y ahora puedo decir lo que sé en realidad. Me he comprometido con el Gobierno de la República para recuperar el proyecto Tesla, en el que yo participé. Me faltan materiales y los planos de los sistemas de generación de energía libre, destruidos por los Illuminati, pero espero en poco tiempo hacer los primeros prototipos y que en un plazo de pocos años la República recupere el esplendor que merece y que de nuevo sea el faro que ilumine el mundo.

Los ojos se le salían de las órbitas al Juez, la mandíbula irremisiblemente dislocada. Hubiera dicho algo, pero el Fiscal General se avanzó entre la multitud y dijo con fuerte voz:

- Es cierto. De hecho, tengo la orden del Gobierno - y se la entregó al Juez - de trasladar inmediatamente al profesor Palermo y a su ayudante a una instalación militar de máxima seguridad en la que desarrollarán las nuevas centrales Tesla que serán la envidia del mundo y el orgullo de la República - y girándose hacia el público, alzando los brazos dijo: "¡¡Viva la República!!", que fue contestado con tres salvas de "¡¡Viva!!" como en los días de Fiesta Nacional. Un grupo de diez soldados rodearon a Jan Palermo y a David Ros y los escoltaron hacia la salida. Cuando salían por la puerta Jan pudo ver que el Juez seguía con la misma expresión estúpida, la boca grotescamente abierta.


- Lo que propone es absurdo, profesor - dijo David una vez en el camión que les transportaba a su ignoto destino. Lo dijo en su lengua materna pero aún así en voz baja, por temor a ser entendido.

- Lo sé - contestó Jan sin ni siquiera mirarle - No sólo eso: es completamente contradictorio con mi alegato del otro día. Pero resuena perfectamente con los prejuicios de esta pobre gente. Fueron incapaces de entender lo que les decía ayer porque contradecía sus expectativas, y por eso estaban tan furiosos. Hoy, sin embargo, les he dicho lo que querían oír y esto sí que lo han escuchado.

David calló. Tenía la tentación de preguntarle al profesor Palermo qué plan tenía para evadirse mientras montaban ese fantasioso proyecto, pero pensó que les podrían estar entendiendo y no podía formular la cuestión tan abiertamente. Por lo que parecía, iban a estar todo el rato bajo custodia militar - era obvio que el gobierno de la República atribuía mucha importancia a este proyecto- y evadirse no iba ser nada fácil. Todo era cuestión de alargar el proyecto durante años hasta que sus captores se relajasen y ellos encontrasen la manera de escapar. 

- ¿Y en cuantos años quieren que montemos la primera planta? - preguntó por fin David.

Jan sonrió cínicamente y dijo: -En seis - y delante de la mueca de David añadió. - Meses, no años-

David se quedó blanco. Seis meses. Habían ganado seis meses, pero igualmente estaban muertos. 

Antonio Turiel
Figueres, Junio de 2013