lunes, 24 de marzo de 2014

La energía y la tristeza



Queridos lectores,

En estos días tristes en los que se ningunea el clamor popular mientras seguimos nuestro descenso imparable a ninguna parte, Javier Pérez nos ofrece esta semana un ensayo de corte nostálgico. Sensaciones que más de uno habrá experimentado al comprender lo inevitable, lo inexorable del Oil Crash. Tristeza que tenemos que saber convertir en la fuerza para seguir adelante.

Les dejo con Javier, es decir, en buenas manos.

Salu2,
AMT




La energía y la tristeza


    Perdonadme que hoy venga poético.
Los que estáis acostumbrados a leerme sabéis que prefiero el estilo directo, a veces incluso un poco brutal, para acercarme a las líneas que determinan nuestra sociedad. Nuestras construcciones mentales, a veces tan alejadas de lo posible como de lo razonable, necesitan esa clase enfoque, o eso me parece.
    Pero hoy no. Hoy he estado leyendo varios artículos, incluidos los dos que se han publicado en este blog sobre la gran disonancia, y creo que no es tiempo de palabras altisonantes, ni de grandes ideas, por más que siga pensado que la situación que vivimos requiere soluciones un tanto drásticas y una dosis de realismo muy superior a la que habitualmente nos recetamos.
    Lo creo de veras: esta crisis no va a acabar nunca, y si acaba no será del modo que esperamos, ni será encaminándose de nuevo hacia el crecimiento como si no hubiese límites y no tuviéramos que preocuparnos de los recursos. Hay límites, hay barreras, se puede imprimir dinero pero no se puede imprimir energía, se puede generar deuda respecto a otras personas u otras naciones, pero no se puede declarar bancarrota de tierras fértiles, de agua potable o de ciertos minerales y pensar que todo funcionará igual al día siguiente.  Lo sé cuando razono y lo sé también de un modo más profundo, cuando conduzco por los campos de esta tierra leonesa mía, medio abandonada, henchida de posibilidades agrarias que tardarán aún muchas décadas en consumarse pero que sin duda llegarán a aprovecharse. Llegará un día en que cada palmo de terreno conquistado a no sé quién, será importante. Llegará un día en que a los andurriales se les llame de nuevo capital, como hacían nuestros abuelos. Llegará un día en que el abandono será de nuevo lujo, como las grandes fincas convertidas en otro tiempo en coto de caza para solaz de los ricos, pero entre tanto y no, tenemos lo que tenemos: abandono y andurriales pedregosos, que ni siquiera con tractor es rentable roturar.
    Pero algo se ha dado la vuelta en alguna parte, insisto. Insisto en que lo sé mediante la razón y también mediante el instinto. Preguntadle al vuestro, que algo os dirá. Apagad la radio y encended la nariz, intentando recuperar al ser primitivo que aún yace emboscado en el cerebro profundo. Algo os dirá, estoy seguro…
Por mi parte, os diré lo que veo, o lo que pienso, o lo que siento. O simplemente lo que se mezcla después de estas tres operaciones.
No habrá nuevas etapas de enorme crecimiento. No habrá nuevas décadas de derroche y abundancia, con todo el mundo sonriendo con la alegría del que no sabe sumar ni dividir,  pero no por ignorancia, sino porque no le hace la menor falta. No estamos ante el fin del mundo, por mucho que a veces nos dejemos todos llevar por el madmaxismo apocalíptico. Ante lo que estamos es ante el fin de  la despreocupación y quizás el fin de la alegría, o de la sonrisa idiota, que no es lo mismo…
Habrá otras burbujas, por supuesto, pero no se repetirá en España la de la vivienda, porque en muchos años no nos volverá a sobrar gente, ni nos plantearemos un mundo donde haya que construir más casas para los que vengan atraídos por nuestra prosperidad. Atraeremos quizás más gente, pero serán pobres, frustrados y violentos, no esa gente que soñamos en nuestras mejores fumadas de marihuana o chupadas de piruleta, gentes llenas de ilusión y sin rencor hacia nosotros a los que les guste nuestra país, nuestra cara, nuestra paella y nuestro sentido del humor.  
Vendrá más gente, sí, pero vendrán los que nos odian, los que están convencidos de que les debemos algo y tienen derecho a cobrárselo, los que están persuadidos de que somos débiles y seremos presas fáciles. Esos vendrán, por supuesto, y a pesar de los imbéciles (he dicho imbéciles, no es una errata) que se pondrán de su parte porque desean la destrucción de sus vecinos y parientes (venganzas de familia disfrazadas de no sé qué…), no querrán compartir nada, ni  construir nada, ni generar riqueza común. Vendrán cuando ya no se trate de generar riqueza, sino de repartir los restos de lo que quedó, y no serán una nueva esperanza, sino una nueva amenaza. No será una solución, siquiera temporal, sino un nuevo golpe a lo que para entonces (que ya es ahora) vaya quedando.
Y eso nos entristecerá, quizás justamente, no lo dudo, pero así será. Porque la tristeza es la idea clave de todo esto. Hubo un tiempo en que se creyó que se podía llegar a la fuerza a través de la alegría, y hoy nos encontramos con que es posible llegar al gran cambio, a la gran revolución, a través de la tristeza. ¿Quién lo iba a decir?
Porque la falta de opciones, de energía y de fuerza nos traerá tristeza. Cualquier viejo lo sabe. Cualquier viejo nos lo contaría si le diésemos cinco minutos para contárnoslo.   
Tendremos tristeza cuando veamos desmoronarse ese rasgo tan nuestro, tan actual, del amor por el paisaje. Y así sucederá cuando y tengamos que ir quemando nuestros árboles, unos convertidos en pellets (cuando se acaben los residuos convertiremos los árboles en residuos para venderlos . Ya se está haciendo y ya se le está llamando energía renovable…) y otros simplemente convertidos en leña. Esa es la seña del progreso, o de la derrota: llamar leña a los árboles. Y ya lo hemos visto, y lo veremos. Y será triste cuando tengamos que decidir entre el árbol que cae y el niño que pasa frío.
Tendremos tristeza cuando las carreteras no se reparen, los edificios no se pinten, las ciudades vayan decayendo lentamente a medida que no se pueden desplazar a ellas los que viven en las afueras y se vuelvan a integrar las chimeneas con las viviendas, como en los viejos tiempos, en una amalgama de contaminación y producción forzada.
Será quizás el regreso de Dickens, y será una clase de tristeza distinta a la que conocemos o incluso a la que esperamos, porque estamos acostumbrados, mentalmente, a pensar en las crisis como en un montón de gente que lo pasa mal, pero no tanto como una serie de cosas que todos perdemos, como quizás el alumbrado público, o la basura recogida todos los días, o la disponibilidad instantánea de agua caliente.
Porque también tendremos esa tristeza: la de las cosas que dejan de brillar y la de las cosas que dejan de oler bien. Cuando la basura se acumula durante días en las calles, todo apesta. Cuando la red de alcantarillado no se puede mantener como es debido, todo apesta. Hablaremos otro día de lo que cuesta retirar los lodos de esas redes, y de lo que cuesta realmente la retirada de residuos. Baste hoy con decir que son cifras enormes y que todo apestará.
Y las noches se volverán oscuras a medida que vayan cayendo nuevas líneas de farolas. Unas desaparecerán porque roben el cable, convertido en metal precioso, y otras para ahorrar el suministro, pero seguirá la tendencia a devolver a la noche lo que es de la noche.  No es un pronóstico, sino algo real: acabo de volver de Alemania, ese país que nos señalan como ejemplo, y he visto que hay una farola cada sesenta metros, con una bombilla de bajo consumo colocada en el medio de la calle (no una en la acera derecha y otra en la izquierda, no…) ¿Os imagináis qué grado de penumbra ofrece eso? El que sólo se puede soportar en un lugar donde la gente no tiene miedo a salir a la calle, o ni siquiera le gusta salir.
Todo esto es tremendamente triste y cambiará nuestra percepción del mundo, o ya la está cambiando. Pero lo peor es que sobre todo tendremos la tristeza de mirar a nuestros hijos y no poder convencernos de que tendrán una vida mejor que la nuestra.
Parece una fruslería, pero es fundamental: cuando pierdes la esperanza de que tus hijos vivan mejor que tú, entonces todo te es indiferente. Ya no vale la pena luchar por un mañana que será más oscuro, ni se confía en la sociedad, no se defienden las instituciones. Si crees que tus hijos no tendrán la sanidad que tú disfrutaste, si crees que tus hijos no aprenden ya casi nada en el colegio, si crees que tus hijos tendrán un trabajo de mierda, no hay nada que la sociedad pueda pedirte, porque no le darás nada de buen grado a esa sociedad. Nada en absoluto que no consiga arrancarte.
Cuando esta idea se extiende, todo lo que quieran de ti te lo tendrán que arrancar a la fuerza. No pagarás ni un duro de impuestos si puedes evitarlo. No ayudarás en nada. No arrimarás el hombro. ¿Para qué, si tus hijos no disfrutarán nada de eso? Es la hora de la trinchera y la muralla, la hora de los pequeños grupos, ya sean sociales, locales o familiares: grupos que se cierran sobre sí mismos y que miran con desconfianza el que viene de fuera, o de lejos.
El Imperio romano terminó el día que el Emperador dio orden a las ciudades de amurallarse. Aquello significaba que el emperador ya no podía defenderlas y significaba también, tácitamente, que ya no había razón para que esas ciudades le pagaran impuestos. Fue la hora del sálvese quién pueda.
Nuestra civilización terminará el día que asumamos que nuestros hijos tendrán menos que nosotros, vivirán menos años y sufrirán más. El gran agujero por el que nuestro mundo hará agua tal vez se abra en ese flanco: en el flanco de la esperanza, en el casco de la alegría. Millones de padres lo han aguantado todo en el mundo para que a sus hijos les fuese un poco mejor, pero en cuanto quede claro que esto no será posible será el fin del sacrificio, el fin del silencio y el fin  de la paciencia. ¿Quién sostendrá entonces el globo?
Tendrán que buscarse otro Atlas. Y será difícil encontrarlo. Mucho.


Javier Pérez

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